jueves, 9 de abril de 2020

Salir a flote


Salir a flote


      De manera habitual, la mayor parte de las cosas que ocurren suelen pasarnos desapercibidas. No me refiero a los grandes acontecimientos, a los eventos que se consideran importantes, sino a los sucesos del día a día, a esas cosas que rodean nuestro devenir cotidiano y que marcan la realidad en la que vivimos. Apenas tenemos noticia de lo que se produce a nuestro alrededor, del entorno más cercano e inmediato en el que nos movemos. La globalización ha conseguido que tengamos alcance, casi instantáneo, a lo que pasa en cualquier parte del mundo, pero precisamente esa escala global ha hecho que perdamos el contacto directo con lo local, con el espacio inmediato en el que transcurren nuestras vidas. Disponer de información en un instante al alcance de nuestros dedos, leer todo tipo de noticias a través de la tupida red digital que nos envuelve, ha transformado nuestra manera de mirar y el que recelemos de todo aquello que no se nos presente a través de una pantalla. La virtualidad, además, nos ha hecho prescindir de los contactos reales, generando cada vez más distancias con los que más cerca tenemos, eludiendo relaciones directas y personales. Un distanciamiento que, a consecuencia de la pandemia, corre el riesgo de convertirse en norma de uso en nuestras relaciones sociales.

      Hasta hace unas semanas, apenas nos habíamos dado cuenta de que a nuestro alrededor hay personas que, debido a su edad y a ciertos condicionantes que se asocian con ella, viven situaciones difíciles y afrontan graves problemas. Personas mayores que normalmente no vemos, porque las limitaciones en su movilidad y muchos otros impedimentos les hacen pasar gran parte del tiempo recluidas en sus casas. Que no nos encontramos porque los lugares a los que acuden, los sitios que frecuentan y sus itinerarios no coinciden con los nuestros, escenarios disociados que forman parte de una misma ciudad, de un mismo pueblo, que no logran juntarnos. Personas que acuden a centros de mayores, a hogares del pensionista, a clubes de jubilados cuando aún pueden ser autónomos y valerse por sí mismos y en sus casas, con ayudas a domicilio. Y también aquellas que pasan los últimos años de sus vidas, cuando ya no pueden cuidarse a sí mismas y no tienen más opción de estar atendidas en centros institucionalizados, en residencias en las que sus vecinos de cuarto y de pasillo son también mayores como ellas. Son sitios aislados, fuera de los principales flujos y vectores que recorren el resto de las edades. Espacios segregados, al margen de nuestras dinámicas y movimientos, de nuestros contactos y relaciones. En el paso de dos generaciones hemos ido alejando de nosotros el mundo de los mayores. Hemos convertido a los años que se cumplen en criterio principal para separar y disgregar una sociedad que, para mantener sus cualidades humanas, precisa de juntar y conectar a todas las edades. Posiblemente la mayor desigualdad que existe en los países más avanzados sea precisamente la que viene marcada por la edad.

      En la situación de crisis que estamos ahora viviendo, la desgracia está haciendo aflorar esos nichos de realidad que permanecían invisibles. Empezamos a identificar esos centros de día, hogares y clubes que comenzaron a clausurarse en los primeros momentos y nos preguntamos por primera vez qué iban a hacer ahora, a dónde irían para buscar la compañía y el contacto que solo encuentran en esos lugares exclusivos -no en su acepción de selecto- para mayores. Y vimos también a personas de edad llenando los servicios de urgencia de los hospitales, esperando resignados a ocupar una cama que ni siquiera han tenido asegurada. Nos hemos dado cuenta de las condiciones en las que se encuentran algunas -y eso ya es bastante- de las residencias que les hospedan, esas que no percibimos ni de lejos, porque el urbanismo ya se ha encargado de ubicarlas en las afueras. Pero sobre todo han sido los números, esos tremendos guarismos los que más han llegado a impactarnos. Cifras que van marcando, como el reloj las horas, ese calendario apocalíptico en el que deshojamos los días de nuestro confinamiento. Y de pronto han cobrado protagonismo tramos de edad que no acostumbran a estar en las tablas que manejamos: septuagenarios, octogenarios, nonagenarios… Cifras que nos siguen resultando lejanas, más allá del horizonte vital que somos capaces de percibir desde un presente que, siempre mirando atrás, se resiste admitir el sentido y la dirección que toma el tiempo.

      Las personas mayores se han convertido, por primera vez, en centro de interés informativo. Son las que se encuentran en la primera línea del frente y conforman el grueso de los caídos, en una contienda extraña en la que nos han atacado por la retaguardia. Y hemos visto la lucha desigual que están librando nuestros reservistas, carentes de armas, apenas sin trincheras, sin ser conscientes de que sus casas, los centros de día a los que acudían, las residencias que les cobijan son el campo de batalla. Pero aunque el virus sea de ahora, hay una guerra que viene de lejos. Las víctimas son las mismas, pero los responsables somos otros. El fragor de este combate va mostrando el desolador paisaje de la realidad que vive gran parte de nuestros mayores. Por debajo del brillo de la economía de plata se extiende una enorme capa gris, formada por jubilados y viudas con pensiones insuficientes, viviendas poco accesibles y sin apenas comodidades. Carencias de todo tipo y un difícil acceso a la atención que necesitan los que precisan de cuidados. Pero lo que está dejando ver, en su más cruda imagen, esta guerra sin cuartel es la situación de abandono y soledad en la que vive buena parte de nuestros ciudadanos. Esos con los que no nos cruzamos y a los que no vemos en nuestro día a día, a los que mantenemos en aislamiento forzoso incluso cuando estaban sanos. Esos que con el peso de la edad vamos sumergiendo en el olvido. Los que de forma callada, en silencio, sin siquiera pedir ayuda, tratan de salir a flote.



domingo, 5 de abril de 2020

Ética de excepción

Ética de excepción



      Siempre he tenido ciertos reparos ante las respuestas colectivas que se producen en relación a determinados eventos, como ocurre en las fechas de navidad, o al calor de un suceso especialmente dramático o excepcional. Son reacciones en masa que se retroalimentan en ese peculiar escenario, en el que nos sentimos movidos -no voy a decir obligados- a responder de una manera particularmente emotiva y a mostrar un grado de compromiso que no acostumbramos a tener en nuestro día a día. Sería cínico si dijera que se trata de respuestas impostadas o exageradas, efecto de la ocasión y de un contexto conmovedor, en el que confluyen un montón de condicionantes que nos llevan a actuar de una manera diferente a la habitual, empujados por una ola en la que nos dejamos llevar. La visión trivial que tiende a proyectarse y difundirse sobre las reacciones humanas en situaciones dramáticas o de profunda crisis, como las que estamos viviendo, en las que el gesto solidario se convierte en una imagen redundante y sobredimensionada, provoca unos efectos que pueden resultar contraproducentes. No hay duda de que las actitudes bienintencionadas de cooperación, ayuda y colaboración tienen un beneficio directo, tanto para sus destinatarios como para los que las llevan a cabo, pero su propio carácter puntual y condicionado al momento y a las connotaciones que le acompañan las convierten en espejismos de ayuda, de servicio efímero y de solidaridad acotada. Comportamientos evanescentes que tienden a diluirse hasta desaparecer cuando la situación se normaliza y volvemos a nuestras rutinas y hábitos, en los que deja de practicarse la ética de la excepción. Porque en el regreso a nuestro quehacer diario volvemos a dejar colgados esos valores y principios que, como si fueran una capa exterior, no sé si ropa de faena o un bonito traje de los domingos, nos ponemos y quitamos en función de la ocasión.


      En nuestro país no tenemos arraigada una cultura del voluntariado como tienen en otros países de nuestro entorno. Los datos son apabullantes cuando se compara nuestra actividad en entidades y organizaciones, sea cual sea su función o campo de acción -social, sanitaria, cultural, educativa, deportiva, ambiental, de ocio o religiosa-, con la que realizan en el resto de Europa. El porcentaje de personas voluntarias, que en 2018 alcanzaba al 6,2 por ciento de la población, se encuentra por debajo de la mitad de la media europea, un valor que aún se reduce más con respecto a la población juvenil (de 14 a 24 años). Estas cifras, que al venir de encuestas reflejan el ámbito formal y no formal de la acción solidaria, muestran una visión objetiva del compromiso efectivo, real y práctico que, hasta la fecha, teníamos en España. No resulta fácil explicar el porqué de este bajo nivel en la perspectiva social e implicada del ejercicio de la ciudadanía ni las contradicciones que suscitan estas explosiones repentinas de solidaridad. Cómo es posible que un comportamiento ciudadano tan escasamente comprometido con nuestro entorno habitual, en el que la disposición personal es tan renuente a participar en acciones de solidaridad y de servicio, de pronto expresa una actitud desbordante de colaboración, ayuda y reconocimiento. O al contrario, cómo una sociedad que refleja en una situación de crisis lo mejor de sí misma -como vienen a identificar los políticos y proyectan los medios de comunicación-, dando incontables muestras de apoyo y de compromiso social, se encuentre tan desmovilizada e inerte socialmente en situación normal.



      Por mucho que estemos viviendo una situación completamente anormal, extraña, excepcional, difícil de imaginar apenas hace unas semanas, me resultan completamente inaceptables las visiones apocalípticas que prevén un antes y un después de estos acontecimientos. Soy también muy escéptico en cuanto a lo que vengamos a aprender de esta experiencia y del grado de transformación individual y colectiva que pueda generar. Es más, temo que los efectos sociales, culturales y relacionales nos conduzcan en una dirección, si no contraria, sí poco orientada hacia los horizontes y derroteros que deberíamos tener marcados desde el punto de vista social, ético y cívico. Resulta difícil creer que los cambios en los comportamientos, sobre todo los que tienen que ver con valores positivos o virtudes ciudadanas, puedan venir a golpe de situaciones de alarma. Por mucho que seamos defensores de la bondad humana, me temo que cuando nos sacude la preocupación, el miedo y lo imprevisto se impone la mayor parte de las veces nuestra naturaleza más adaptativa. La ética o la ciudadanía no pueden ser jamás el resultado de una acción espontánea e improvisada, efecto de un momento o de una situación determinados, por muy impactantes que lleguen a ser, ni deberíamos pretender que lo fuera. Debe ser fruto del aprendizaje, producto de la educación. Efecto de un proceso largo y prolongado, consciente y motivado, que se desarrolla a través de su ejercicio en un tiempo y en un espacio concretos.



      Desde hace años defendemos que el ámbito escolar es el escenario principal en el que ejercitar precisamente la ética y la ciudadanía, considerando que constituyen los objetivos principales de nuestra acción educativa. Hemos pretendido situar a los verbos "ser" y "estar", que en algunos idiomas se confunden, en el eje central de los aprendizajes, por encima de otros que han dominado la preocupación y acción del profesorado, como el "hacer" o el "conocer". Subordinar el conocimiento, las destrezas y habilidades al aprender a ser y a estar sigue suponiendo para nuestro colectivo una propuesta temeraria y completamente irreverente contra los principios academicistas, credo mayoritario en nuestra profesión. Durante años llevamos desarrollando una acción que nos gusta denominar de apostolado, tratando de convertir a nuestros compañeros de oficio, haciéndoles ver cuáles son los verdaderos fines del aprendizaje -que por cierto, vienen marcados adecuadamente por la ley-, centrados en la formación integral del alumnado, mostrándoles cómo puede hacerse y el modo de llevarlo a cabo. Es verdad que nuestro discurso puede resultar inquietante, perturbador, de hecho es justo lo que nos proponemos, porque nuestro propósito no consiste solo en transformar radicalmente la práctica docente, sino en cambiar la forma de entender nuestra profesión y cuál es el papel que debe desempeñar el profesor con respecto a los aprendizajes y en relación con el alumnado. Y aunque reflejamos con experiencias, auténticas evidencias, los logros y resultados de nuestra acción educativa, son muchas las resistencias y las reticencias. Supone habitualmente más un acto de fe que una mirada objetiva y crítica, que es lo que buscamos, al quehacer diario de cada uno de nosotros, en donde resulta difícil encubrir nuestras miserias y limitaciones. Si no percibimos que el cambio constituye una verdadera necesidad, una exigencia individual y social al mismo tiempo, que debería venir obligada por nuestro compromiso personal y profesional, una cuestión ética al fin y al cabo, uno no es capaz de salir de su zona de confort. Nadie se inicia por una senda de transformación de estas características, que va más allá de meros cambios formales, de maquillajes metodológicos de apariencia innovadora, a no ser que sienta realmente esa llamada. Porque supone el cuestionarse a uno mismo, poner en duda una trayectoria más o menos dilatada en el tiempo, marcada por la continuidad y refrendada por nuestro bagaje laboral. Resulta muy duro desterrar prácticas consolidadas, el cambio de hábitos y de rutinas y entrar en un espacio en el que la incertidumbre y la vulnerabilidad nos abren nuevas dimensiones más allá de los muros de los colegios, de los institutos y de los centros universitarios.




      El estado de alarma puede servir de catalizador para afrontar problemas y centros de interés que precisan de respuestas, también de nuevas preguntas, aunque hemos de ser conscientes de que las propuestas y soluciones que vengan a formularse no van a ir todas, a lo mejor ni la mínima parte, en la dirección adecuada. Pero sí va a tener un efecto claramente disruptivo, que va a ayudarnos a debilitar ciertos cimientos solidificados por el tiempo y la inercia. La interrupción de las actividades escolares presenciales está suponiendo un replanteamiento general de nuestra actividad en el aula, justo ahora que no estamos en ella, y de los principios que entre sus paredes ponemos en juego. Y esto no tiene solo que ver con métodos y actividades, va más allá, está poniendo encima de la mesa lo que las últimas leyes educativas pusieron hace ya tiempo sobre el papel y que la sociedad, de una manera más o menos consciente, viene demandando. Tiene que ver con el fin y el valor del aprendizaje, no sólo sobre cómo debe realizarse, sino con qué intención y con qué objetivos. En una coyuntura en la que se está apelando a la responsabilidad social, a la solidaridad, al compromiso, a los valores éticos y al ejercicio de la ciudadanía, hemos de sentirnos interpelados por cuál es y ha sido el papel de los educadores, de las escuelas, de los centros educativos en la formación de nuestros ciudadanos. Porque de una manera u otra debemos responder al cuándo, dónde y con quién se aprenden esos valores, esas conductas que determinan nuestro ser y estar y que definen y dan identidad a una sociedad. Todos confiamos en que esta situación sea eso, excepcional, pero esperemos que esas buenas prácticas y bonitos gestos que se han prodigado estos días dejen de ser una excepción.