Desde
que empezó a difundirse la expresión “nueva normalidad” no sé
cómo no se ha instalado en la opinión pública un alto grado de
intranquilidad. No tanto por lo que puede suponer la prolongación de
las medidas preventivas que haya que seguir adoptando, que somos
conscientes van para largo, sino por el propio sentido y significado
de este término. Un oxímoron de un calado mayor del que, a simple
vista, pueda parecer. Considerar como normal algo que resulta no solo
extraordinario, sino completamente antinatural, supone una grave
amenaza a la esencia de nuestro modo de ser y de estar como sociedad
y comunidad. Implica una profunda alteración de las bases que
conforman nuestra forma de vivir, de comunicarnos y de relacionarnos,
transformando completamente el modo de comportarnos. Una situación
de excepción, aunque resulte dura y exija trastocar nuestra vida
cotidiana, restringiendo movimientos y actividades, es perfectamente aceptable. Pero debemos estar alerta y prevenidos ante
toda visión o planteamiento que pueda considerar esa situación como
normal y pretenda anticipar una realidad que pueda resultarnos
asumible. No podemos aceptar como permanente algo que es -y debe ser-
estrictamente transitorio. Hemos de rechazar y evitar que circule
como mensaje recurrente en los medios de comunicación y en las
conversaciones habituales cualquier expresión del tipo “esto ha
venido para quedarse”.
Está
bien el reconocer la enorme capacidad de adaptación que hemos
mostrado en distintos ámbitos de la vida privada y pública,
personal y profesional, durante la crisis del coronavirus que todavía
estamos viviendo. En muy poco espacio de tiempo hemos sido
tremendamente dúctiles y flexibles para reorientar nuestra actividad
y acomodarla a las nuevas condiciones de distanciamiento físico y de
comunicación telemática. En múltiples sectores como la sanidad, la
atención social, la educación, la gestión y la administración, el
comercio y cualquier otro ámbito de los servicios y aun de buena
parte de otros procesos productivos, hemos conseguido incorporar el
teletrabajo y el servicio on-line en áreas y facetas que
acostumbrábamos a llevar a cabo a través de la presencia física y
en contacto directo con el usuario o el cliente. Pero hemos de tener
mucho cuidado a la hora de valorar los logros y resultados
conseguidos en este rápido e intenso proceso, poniendo el foco de la
atención más en lo que se ha perdido que en lo que se ha podido
paliar. Hay que evitar toda tentación de convertir la virtud en vicio y resistirnos a considerar normal lo que debemos identificar -antes, ahora y después-
como algo completamente anormal.
Debemos
temer y estar prevenidos ante toda visión que, sin adquirir un tono
apocalíptico, muestra una realidad post-crisis completamente
diferente a la realidad que la ha precedido, que se traslada
claramente con la expresión que tantas veces oímos repetir de “esto
es un antes y un después”. No podemos permitirnos el naturalizar
situaciones que, por vivirlas ahora de manera cotidiana, son modos de
convivencia completamente ajenos a nuestras pautas de conducta. El
mantener las distancias entre nosotros, alejarse de la persona que
tienes a tu lado y mostrar desconfianza y separarte cuando te cruzas
con alguien en tu camino son comportamientos indudablemente
asociales. Como es contrario a toda situación comunicativa el hablar
a alguien sin ver su reacción a no ser por la expresión de los
ojos, porque las facciones de la cara están cubiertas por una
mascarilla que te impide ver lo que percibe y siente al oír lo que
tú dices. O cómo escuchar a alguien sin ver su boca, que es justo a
donde uno mira para entender realmente lo que de ahí sale. Cómo
poder evitar el tocarnos, los mil y un gestos que de manera
instintiva, inconsciente y natural surgen en nuestros contactos
habituales con las personas que diariamente nos encontramos y con los
que compartimos actividad, espacio y tiempo. No podemos prescindir de
ese espacio afectivo en el que nos envolvemos continuamente y que es
justo lo que nos genera el escenario humano que nos permite vivir. El
distanciamiento físico impide realizar adecuada y dignamente nuestra
vida diaria, deshumaniza las relaciones sociales y genera
aislamiento, soledad e insatisfacción personal. Pero a nivel
profesional imposibilita desarrollar un mínimo servicio de calidad,
a veces incluso hasta el propio servicio, por mucho que tratemos de
desmitificar la presencia, el contacto y la convivencia y hagamos un
elogio de lo virtual, que en ciertos ámbitos no ha tenido sino un
mero sentido paliativo.
Nuestra
naturaleza adaptativa hace que integremos con facilidad hábitos y
costumbres en nuestras vidas, sobre todo cuando se asocian a una
acción necesaria o a una imposición difícilmente discutible. Los
comportamientos que adoptamos se convierten en nuevas rutinas que,
por vividas e incluidas en nuestra actividad diaria y cotidiana,
tendemos a normalizar. Más aún si estas conductas se asemejan a los
patrones culturales de otras sociedades, que identificamos con la
imagen de modernidad, que habían incorporado ya en sus modos de vida
y de relación medidas de profilaxis y de distanciamiento, ya no solo
físico, sino también social. Por eso tenemos que avivar la actitud
de recelo ante ese vocablo de la “nueva normalidad”, que estamos
asumiendo de manera tan acrítica, así como prevenirnos ante sus
posibles derivaciones y consecuencias. Indudablemente muchas son las
cosas que tienen que cambiar y que deben transformarse, retos y
problemas de los que ya teníamos conciencia antes de la pandemia
sanitaria y que, en algunos casos, la situación de crisis lejos de
ayudar a afrontar va a distorsionar. Porque me temo que buena parte
de las medidas que vengan a plantearse y a adoptarse desvirtúen la
dimensión de las respuestas y reformas que precisan. Pienso en el
ámbito de los cuidados y en el de los mayores, en el modo de
plantear el reto demográfico y en la necesidad de apostar por nuevos
modelos de convivencia y de atención comunitaria desde el nuevo
paradigma intergeneracional, cuestionando radicalmente los servicios
y espacios actualmente existentes. Pero también en la educación y
en la necesidad de contemplar nuevas arquitecturas y espacios en los
centros educativos, pero no en el corto plazo de las medidas de
prevención ante el virus, sino en un nuevo modo de contemplar el
aprendizaje desde las perspectivas pedagógicas que vienen marcadas
ya en las actuales leyes educativas. En la escolarización de nuevos
espacios -y no en este caso los hogares-, en la conexión y apertura
de los centros hacia su entorno, en el servicio comunitario al que
deben orientarse los aprendizajes, en la presencia normalizada de los
mayores en las aulas, convertidas en espacios intergeneracionales, y
en las derivaciones metodológicas que todo esto conlleva.
Hay
que tener sumo cuidado con esa “normalidad” de la que nos hablan,
porque por un lado no es nueva, es la misma que venía existiendo y
es necesario que cambie, que se transforme. El estado de alarma, el
tiempo que dure, así como las medidas que se adopten en previsión
de rebrotes y nuevos contagios en el futuro, como también los planes
que se diseñen para la “reconstrucción” posterior no pueden
diluir ni difuminar la urgencia de determinadas reformas. Antes al
contrario, debería justo servir para poner encima de la mesa la
necesidad de afrontarlas y aprovechar esta situación de crisis para
acometerlas. Y por otro porque se avista como normal una situación
que no lo es. No hemos de perder la perspectiva ni el sentido común
y dejar de ver que lo que a todas luces resulta extraordinario jamás
puede convertirse en algo normal. No podemos perder de vista que lo
excepcional es temporal y debe ser completamente reversible. Y esa
debe ser además nuestra exigencia y cautela, el devolver la
normalidad en el mismo momento en el que esta sea posible, desandando
todo lo que se haya avanzado en esta situación de anormalidad.