domingo, 31 de mayo de 2020

La nueva anormalidad




      Desde que empezó a difundirse la expresión “nueva normalidad” no sé cómo no se ha instalado en la opinión pública un alto grado de intranquilidad. No tanto por lo que puede suponer la prolongación de las medidas preventivas que haya que seguir adoptando, que somos conscientes van para largo, sino por el propio sentido y significado de este término. Un oxímoron de un calado mayor del que, a simple vista, pueda parecer. Considerar como normal algo que resulta no solo extraordinario, sino completamente antinatural, supone una grave amenaza a la esencia de nuestro modo de ser y de estar como sociedad y comunidad. Implica una profunda alteración de las bases que conforman nuestra forma de vivir, de comunicarnos y de relacionarnos, transformando completamente el modo de comportarnos. Una situación de excepción, aunque resulte dura y exija trastocar nuestra vida cotidiana, restringiendo movimientos y actividades, es perfectamente aceptable. Pero debemos estar alerta y prevenidos ante toda visión o planteamiento que pueda considerar esa situación como normal y pretenda anticipar una realidad que pueda resultarnos asumible. No podemos aceptar como permanente algo que es -y debe ser- estrictamente transitorio. Hemos de rechazar y evitar que circule como mensaje recurrente en los medios de comunicación y en las conversaciones habituales cualquier expresión del tipo “esto ha venido para quedarse”.

      Está bien el reconocer la enorme capacidad de adaptación que hemos mostrado en distintos ámbitos de la vida privada y pública, personal y profesional, durante la crisis del coronavirus que todavía estamos viviendo. En muy poco espacio de tiempo hemos sido tremendamente dúctiles y flexibles para reorientar nuestra actividad y acomodarla a las nuevas condiciones de distanciamiento físico y de comunicación telemática. En múltiples sectores como la sanidad, la atención social, la educación, la gestión y la administración, el comercio y cualquier otro ámbito de los servicios y aun de buena parte de otros procesos productivos, hemos conseguido incorporar el teletrabajo y el servicio on-line en áreas y facetas que acostumbrábamos a llevar a cabo a través de la presencia física y en contacto directo con el usuario o el cliente. Pero hemos de tener mucho cuidado a la hora de valorar los logros y resultados conseguidos en este rápido e intenso proceso, poniendo el foco de la atención más en lo que se ha perdido que en lo que se ha podido paliar. Hay que evitar toda tentación de convertir la virtud en vicio y resistirnos a considerar normal lo que debemos identificar -antes, ahora y después- como algo completamente anormal.

      Debemos temer y estar prevenidos ante toda visión que, sin adquirir un tono apocalíptico, muestra una realidad post-crisis completamente diferente a la realidad que la ha precedido, que se traslada claramente con la expresión que tantas veces oímos repetir de “esto es un antes y un después”. No podemos permitirnos el naturalizar situaciones que, por vivirlas ahora de manera cotidiana, son modos de convivencia completamente ajenos a nuestras pautas de conducta. El mantener las distancias entre nosotros, alejarse de la persona que tienes a tu lado y mostrar desconfianza y separarte cuando te cruzas con alguien en tu camino son comportamientos indudablemente asociales. Como es contrario a toda situación comunicativa el hablar a alguien sin ver su reacción a no ser por la expresión de los ojos, porque las facciones de la cara están cubiertas por una mascarilla que te impide ver lo que percibe y siente al oír lo que tú dices. O cómo escuchar a alguien sin ver su boca, que es justo a donde uno mira para entender realmente lo que de ahí sale. Cómo poder evitar el tocarnos, los mil y un gestos que de manera instintiva, inconsciente y natural surgen en nuestros contactos habituales con las personas que diariamente nos encontramos y con los que compartimos actividad, espacio y tiempo. No podemos prescindir de ese espacio afectivo en el que nos envolvemos continuamente y que es justo lo que nos genera el escenario humano que nos permite vivir. El distanciamiento físico impide realizar adecuada y dignamente nuestra vida diaria, deshumaniza las relaciones sociales y genera aislamiento, soledad e insatisfacción personal. Pero a nivel profesional imposibilita desarrollar un mínimo servicio de calidad, a veces incluso hasta el propio servicio, por mucho que tratemos de desmitificar la presencia, el contacto y la convivencia y hagamos un elogio de lo virtual, que en ciertos ámbitos no ha tenido sino un mero sentido paliativo.

      Nuestra naturaleza adaptativa hace que integremos con facilidad hábitos y costumbres en nuestras vidas, sobre todo cuando se asocian a una acción necesaria o a una imposición difícilmente discutible. Los comportamientos que adoptamos se convierten en nuevas rutinas que, por vividas e incluidas en nuestra actividad diaria y cotidiana, tendemos a normalizar. Más aún si estas conductas se asemejan a los patrones culturales de otras sociedades, que identificamos con la imagen de modernidad, que habían incorporado ya en sus modos de vida y de relación medidas de profilaxis y de distanciamiento, ya no solo físico, sino también social. Por eso tenemos que avivar la actitud de recelo ante ese vocablo de la “nueva normalidad”, que estamos asumiendo de manera tan acrítica, así como prevenirnos ante sus posibles derivaciones y consecuencias. Indudablemente muchas son las cosas que tienen que cambiar y que deben transformarse, retos y problemas de los que ya teníamos conciencia antes de la pandemia sanitaria y que, en algunos casos, la situación de crisis lejos de ayudar a afrontar va a distorsionar. Porque me temo que buena parte de las medidas que vengan a plantearse y a adoptarse desvirtúen la dimensión de las respuestas y reformas que precisan. Pienso en el ámbito de los cuidados y en el de los mayores, en el modo de plantear el reto demográfico y en la necesidad de apostar por nuevos modelos de convivencia y de atención comunitaria desde el nuevo paradigma intergeneracional, cuestionando radicalmente los servicios y espacios actualmente existentes. Pero también en la educación y en la necesidad de contemplar nuevas arquitecturas y espacios en los centros educativos, pero no en el corto plazo de las medidas de prevención ante el virus, sino en un nuevo modo de contemplar el aprendizaje desde las perspectivas pedagógicas que vienen marcadas ya en las actuales leyes educativas. En la escolarización de nuevos espacios -y no en este caso los hogares-, en la conexión y apertura de los centros hacia su entorno, en el servicio comunitario al que deben orientarse los aprendizajes, en la presencia normalizada de los mayores en las aulas, convertidas en espacios intergeneracionales, y en las derivaciones metodológicas que todo esto conlleva.

      Hay que tener sumo cuidado con esa “normalidad” de la que nos hablan, porque por un lado no es nueva, es la misma que venía existiendo y es necesario que cambie, que se transforme. El estado de alarma, el tiempo que dure, así como las medidas que se adopten en previsión de rebrotes y nuevos contagios en el futuro, como también los planes que se diseñen para la “reconstrucción” posterior no pueden diluir ni difuminar la urgencia de determinadas reformas. Antes al contrario, debería justo servir para poner encima de la mesa la necesidad de afrontarlas y aprovechar esta situación de crisis para acometerlas. Y por otro porque se avista como normal una situación que no lo es. No hemos de perder la perspectiva ni el sentido común y dejar de ver que lo que a todas luces resulta extraordinario jamás puede convertirse en algo normal. No podemos perder de vista que lo excepcional es temporal y debe ser completamente reversible. Y esa debe ser además nuestra exigencia y cautela, el devolver la normalidad en el mismo momento en el que esta sea posible, desandando todo lo que se haya avanzado en esta situación de anormalidad.


viernes, 1 de mayo de 2020

Un día para sumar. 29 de abril 2020.

Un día para sumar. 29 de abril 2020

La intergeneracionalidad suma vidas

Campaña del Manifiesto La intergeneracionalidad suma vidas


      El 29 de abril es una fecha relativamente reciente en el calendario de las conmemoraciones. Este es su undécimo aniversario desde su creación por parte de la Comisión Europea, que le dio carta de naturaleza en la cumbre que la Unión Europea celebró durante los días 28 y 29 de abril de 2009, en la ciudad de Brno, bajo la presidencia de la Unión Europea de Eslovenia. De ahí el carácter aleatorio de este día, que no responde a ningún acontecimiento concreto que podamos relacionar con el contexto de las relaciones intergeneracionales ni de los mayores. Simplemente es el día en el que se aprobaron las resoluciones de aquel encuentro entre mandatarios europeos. En Extremadura se introdujo este día entre las celebraciones pedagógicas, por primera vez, en el curso 2016-2017, siendo la primera comunidad autónoma en señalarlo en el calendario escolar y, hasta la fecha, la única en dar constancia de su existencia. Es una de esas celebraciones que pasan desapercibidas y que no despiertan un especial interés social ni tampoco por parte de los medios de comunicación. Si tuviéramos que medir la importancia y el nivel de presencia real de lo intergeneracional en nuestras comunidades por la repercusión que tiene esta efeméride, la verdad es que la valoración resultaría muy desalentadora. No obstante, aunque las experiencias reales de iniciativas, programas y proyectos intergeneracionales van en aumento, algo que nos consta, no deja de ser significativo el que esta celebración siga pasando sin pena ni gloria. Todavía no ha logrado tomar asiento en las agendas de las administraciones, ni siquiera en el calendario de las entidades, organizaciones y asociaciones que trabajan tanto en el ámbito educativo como en el social, incluidas las que se dedican de manera especial a las personas mayores o al voluntariado juvenil. Un dejar pasar que debe destacarse y que nos obliga a recriminar, por la falta de interés en destacar una fecha que, antes que nada, debe servir de reivindicación. Una llamada de atención que nos lleve a señalar la falta de espacios de encuentro, de convivencia y de ineteracción entre personas de distinta edad. Y sobre todo a denunciar la exclusión de los mayores de los principales espacios de nuestras comunidades, de su falta de acceso a escenarios y servicios que les permitan una mayor participacion y protagonismo. Un día que no debemos dejar pasar para dar cuenta de la segregación espacial que sufren por motivo de la edad.

      Este año, el 29 de abril viene marcado, como no podría ser de otra manera, por la crisis provocada por la pandemia del coronavirus. Los efectos devastadores que ha tenido sobre la población de más edad, el eslabón más vulnerable en la cadena de transmisión del virus, han puesto de manifiesto las deficiencias que venimos arrastrando, no solo en cuanto a su atención en los centros residenciales, sino en lo que están suponiendo para las personas mayores las medidas de confinamiento, que han agravado su situación de aislamiento y de soledad. La propia gestión de la alerta, con unos sistemas sanitarios y asistenciales colapsados, han dejado al desnudo percepciones y principios tremendamente discriminatorios en lo que respecta a la edad. En este naufragio puede que ya no sirva, e incluso suene políticamente incorrecta, aquella vieja expresión de "las mujeres y los niños primero", pero ha quedado claro que, cuando nuestra sociedad hace aguas y nos vemos obligados a elegir, hay un grupo al que se le va a dejar el último. Aunque las autoridades hayan apelado a la solidaridad intergeneracional ante la ciudadanía para aceptar las duras condiciones decretadas ante esta emergencia, hay que consignar que se han puesto al descubierto las raíces edadistas -esos estereotipos y prejuicios negativos asociados a la edad- que se agarran en la base misma desde la que arrancan nuestras conductas. Está quedando impúdicamente a la vista que las personas mayores son, hoy por hoy, ciudadanas de segunda. Y aún hay más que temer, porque en el actual contexto de prevención frente al contagio se ha instalado en la conciencia colectiva un nuevo riesgo relacionado con el contacto social, especialmente el que tiene que ver con la infancia y la juventud y las personas mayores. Y aunque todos hemos de asumir que ante la pandemia es necesario tomar las medidas de distanciamiento físico que nos consignan, en ningún caso podemos permitir que esto suponga ningún tipo de distanciamiento social. Mientras se mantenga la alarma, hemos de procurar desarrollar estrategias y acciones que permitan intensificar los contactos de aquellas personas con mayor vulnerabilidad conectiva, para evitar un mayor aislamiento social. Además de combatir, desde ya, cualquier prevención que pueda instalarse en nuestras percepciones y comportamientos ante los escenarios de convivencia intergeneracional, una vez puedan reanudarse los contactos físicos.

      En situaciones de crisis como esta, tan extraordinaria como imprevista, se produce un extraño proceso de conciencia colectiva, una especie de catarsis, en el que se vienen a cuestionar dinámicas e inercias que, hasta este momento, parecían inalterables. Aunque tratamos de no reparar en ello e incluso esconderlo, todos somos conscientes de que los escenarios en los que enmarcamos los procesos de envejecimiento adolecen, en general, de un grave problema en su diseño y concepción. Su génesis y construcción carece justo de los elementos y espacios que deberían convertirlos realmente en humanos o, como se viene a decir ahora, amigables. Y ahora que estos defectos de origen salen a la luz, de la peor manera posible, mostrando las carencias en instalaciones, equipamientos y servicios, en el déficit de atención y cuidados, no alcanzamos a ver realmente cuál es la clave de la cuestión. Dejarnos llevar por esas imágenes, tristes y desagradables, es un grave error, porque identificamos el problema en la calidad de un servicio y en las medidas de inversión, mejora o inspección que habría que tomar para adecuarlo a unos determinados estándares. Pero ese no es, ni debe ser, el verdadero punto de atención ni el centro de nuestra acción. El asunto central se encuentra realmente en el modelo de convivencia que hemos ido creando y que mantenemos como si fuera el más adecuado, no sé si por ignorancia, por inconsciencia o por cinismo. Porque nuestro sistema de relaciones es un espacio de "sinvivencia", en el que precisamente los espacios de contacto, de relaciones y de interacción entre las distintas edades no existe. Nuestros espacios están marcados por la segregación etaria, lo que afecta no solo a los servicios públicos, basados en una especialización funcional difícil de justificar en la actualidad, sino a cualquier escenario en el que se desarrollan nuestras vidas. Y esto ocurre sea cual sea el tamaño del municipio, desde los idealizados pueblos de esa España rural que reivindica su pervivencia y el derecho a existir, hasta las principales ciudades del país, acuciadas por los múltiples problemas que conlleva el exceso de densidad demográfica y la "sobreurbanización". 



      Estas circunstancias son las que nos han llevado a un grupo de especialistas universitarios y profesionales del ámbito social y de la educación, relacionados con los estudios, programas y experiencias intergeneracionales, a dar un paso al frente y tomar la voz. En una coyuntura especial, en la que la sociedad, ahora sí, está demandando cambios sustanciales, que tienen que ver no solo con los cuidados socio-sanitarios, sino con las relaciones sociales, las interacciones dentro de nuestras comunidades y la participación individual y colectiva en la sociedad, se hace necesario introducir lo que hemos venido a denominar el "paradigma intergeneracional". Una perspectiva distinta de afrontar, con un nuevo modo de mirar y de actuar, los viejos problemas que venimos arrastrando desde hace ya décadas. Fruto de esta acción espontánea y coral ha resultado el Manifiesto que hemos redactado, titulado "Más intergeneracionalidad suma vidas", que pretende ser una llamada de atención a la opinión pública en general y, especialmente, a las administraciones públicas, de quienes va a depender el diseño de las estrategias políticas que se vengan a poner en juego. Un Manifiesto que trata de concitar a todas aquellas personas que se sienten identificadas e implicadas con lo intergeneracional y que comparten que las relaciones inter-etarias son consustanciales a nuestra condición de humanos. Que no se puede llegar a ser ni aprender a estar si no es con el concurso de todas las edades. Si tú eres una de ellas, por favor, únete y ayúdanos a sumar.


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