Salir a flote
De
manera habitual, la mayor parte de las cosas que ocurren suelen
pasarnos desapercibidas. No me refiero a los grandes acontecimientos,
a los eventos que se consideran importantes, sino a los sucesos del
día a día, a esas cosas que rodean nuestro devenir cotidiano y que
marcan la realidad en la que vivimos. Apenas tenemos noticia de lo
que se produce a nuestro alrededor, del entorno más cercano e
inmediato en el que nos movemos. La globalización ha conseguido que
tengamos alcance, casi instantáneo, a lo que pasa en cualquier parte
del mundo, pero precisamente esa escala global ha hecho que perdamos
el contacto directo con lo local, con el espacio inmediato en el que
transcurren nuestras vidas. Disponer de información en un instante al
alcance de nuestros dedos, leer todo tipo de noticias a través de la
tupida red digital que nos envuelve, ha transformado nuestra manera
de mirar y el que recelemos de todo aquello que no se nos presente a
través de una pantalla. La virtualidad, además, nos ha hecho
prescindir de los contactos reales, generando cada vez más
distancias con los que más cerca tenemos, eludiendo relaciones
directas y personales. Un distanciamiento que, a consecuencia de la
pandemia, corre el riesgo de convertirse en norma de uso en nuestras
relaciones sociales.
Hasta
hace unas semanas, apenas nos habíamos dado cuenta de que a nuestro
alrededor hay personas que, debido a su edad y a ciertos condicionantes que se asocian con ella, viven situaciones difíciles y afrontan
graves problemas. Personas mayores que normalmente no vemos, porque
las limitaciones en su movilidad y muchos otros impedimentos les
hacen pasar gran parte del tiempo recluidas en sus casas. Que no nos
encontramos porque los lugares a los que acuden, los sitios que
frecuentan y sus itinerarios no coinciden con los nuestros,
escenarios disociados que forman parte de una misma ciudad, de un
mismo pueblo, que no logran juntarnos. Personas que acuden a centros
de mayores, a hogares del pensionista, a clubes de jubilados cuando
aún pueden ser autónomos y valerse por sí mismos y en sus casas,
con ayudas a domicilio. Y también aquellas que pasan los últimos
años de sus vidas, cuando ya no pueden cuidarse a sí mismas y no
tienen más opción de estar atendidas en centros
institucionalizados, en residencias en las que sus vecinos de cuarto
y de pasillo son también mayores como ellas. Son sitios aislados, fuera de los principales flujos y vectores que recorren el resto de
las edades. Espacios segregados, al margen de nuestras dinámicas y
movimientos, de nuestros contactos y relaciones. En el paso de dos
generaciones hemos ido alejando de nosotros el mundo de los mayores.
Hemos convertido a los años que se cumplen en criterio principal
para separar y disgregar una sociedad que, para mantener sus
cualidades humanas, precisa de juntar y conectar a todas las edades.
Posiblemente la mayor desigualdad que existe en los países más
avanzados sea precisamente la que viene marcada por la edad.
En
la situación de crisis que estamos ahora viviendo, la desgracia está
haciendo aflorar esos nichos de realidad que permanecían invisibles.
Empezamos a identificar esos centros de día, hogares y clubes que
comenzaron a clausurarse en los primeros momentos y nos preguntamos
por primera vez qué iban a hacer ahora, a dónde irían para buscar
la compañía y el contacto que solo encuentran en esos lugares
exclusivos -no en su acepción de selecto- para mayores. Y vimos
también a personas de edad llenando los servicios de urgencia de los
hospitales, esperando resignados a ocupar una cama que ni siquiera
han tenido asegurada. Nos hemos dado cuenta de las condiciones en las
que se encuentran algunas -y eso ya es bastante- de las residencias
que les hospedan, esas que no percibimos ni de lejos, porque el
urbanismo ya se ha encargado de ubicarlas en las afueras. Pero sobre
todo han sido los números, esos tremendos guarismos los que más han
llegado a impactarnos. Cifras que van marcando, como el reloj las
horas, ese calendario apocalíptico en el que deshojamos los días de
nuestro confinamiento. Y de pronto han cobrado protagonismo tramos de
edad que no acostumbran a estar en las tablas que manejamos:
septuagenarios, octogenarios, nonagenarios… Cifras que nos siguen
resultando lejanas, más allá del horizonte vital que somos capaces
de percibir desde un presente que, siempre mirando atrás, se resiste
admitir el sentido y la dirección que toma el tiempo.
Las
personas mayores se han convertido, por primera vez, en centro de
interés informativo. Son las que se encuentran en la primera línea
del frente y conforman el grueso de los caídos, en una contienda extraña en la que nos han atacado por la retaguardia. Y hemos visto
la lucha desigual que están librando nuestros reservistas, carentes
de armas, apenas sin trincheras, sin ser conscientes de que sus
casas, los centros de día a los que acudían, las residencias que
les cobijan son el campo de batalla. Pero aunque el virus sea de
ahora, hay una guerra que viene de lejos. Las víctimas son las
mismas, pero los responsables somos otros. El fragor de este combate
va mostrando el desolador paisaje de la realidad que vive gran parte
de nuestros mayores. Por debajo del brillo de la economía de plata
se extiende una enorme capa gris, formada por jubilados y viudas con
pensiones insuficientes, viviendas poco accesibles y sin apenas
comodidades. Carencias de todo tipo y un difícil acceso a la
atención que necesitan los que precisan de cuidados. Pero lo que
está dejando ver, en su más cruda imagen, esta guerra sin cuartel
es la situación de abandono y soledad en la que vive buena parte de
nuestros ciudadanos. Esos con los que no nos cruzamos y a los que no
vemos en nuestro día a día, a los que mantenemos en aislamiento
forzoso incluso cuando estaban sanos. Esos que con el peso de la edad
vamos sumergiendo en el olvido. Los que de forma callada, en
silencio, sin siquiera pedir ayuda, tratan de salir a flote.