Ética de excepción
Siempre
he tenido ciertos reparos ante las respuestas colectivas que se
producen en relación a determinados eventos, como ocurre en las
fechas de navidad, o al calor de un suceso especialmente dramático o
excepcional. Son reacciones en masa que se retroalimentan en ese
peculiar escenario, en el que nos sentimos movidos -no voy a decir
obligados- a responder de una manera particularmente emotiva y a
mostrar un grado de compromiso que no acostumbramos a tener en
nuestro día a día. Sería cínico si dijera que se trata de
respuestas impostadas o exageradas, efecto de la ocasión y de un
contexto conmovedor, en el que confluyen un montón de condicionantes
que nos llevan a actuar de una manera diferente a la habitual,
empujados por una ola en la que nos dejamos llevar. La visión
trivial que tiende a proyectarse y difundirse sobre las reacciones
humanas en situaciones dramáticas o de profunda crisis, como las que
estamos viviendo, en las que el gesto solidario se convierte en una
imagen redundante y sobredimensionada, provoca unos efectos que
pueden resultar contraproducentes. No hay duda de que las actitudes
bienintencionadas de cooperación, ayuda y colaboración tienen un
beneficio directo, tanto para sus destinatarios como para los que
las llevan a cabo, pero su propio carácter puntual y condicionado al
momento y a las connotaciones que le acompañan las convierten en
espejismos de ayuda, de servicio efímero y de solidaridad acotada.
Comportamientos evanescentes que tienden a diluirse hasta desaparecer
cuando la situación se normaliza y volvemos a nuestras rutinas y
hábitos, en los que deja de practicarse la ética de la excepción.
Porque en el regreso a nuestro quehacer diario volvemos a dejar
colgados esos valores y principios que, como si fueran una capa
exterior, no sé si ropa de faena o un bonito traje de los domingos,
nos ponemos y quitamos en función de la ocasión.
En
nuestro país no tenemos arraigada una cultura del voluntariado como
tienen en otros países de nuestro entorno. Los datos
son apabullantes cuando se compara nuestra actividad en entidades y
organizaciones, sea cual sea su función o campo de acción -social,
sanitaria, cultural, educativa, deportiva, ambiental, de ocio o
religiosa-, con la que realizan en el resto de Europa. El porcentaje
de personas voluntarias, que en 2018 alcanzaba al 6,2 por ciento de
la población, se encuentra por debajo de la mitad de la media
europea, un valor que aún se reduce más con respecto a la población
juvenil (de 14 a 24 años). Estas cifras, que al venir de encuestas
reflejan el ámbito formal y no formal de la acción solidaria,
muestran una visión objetiva del compromiso efectivo, real y
práctico que, hasta la fecha, teníamos en España. No resulta fácil explicar el porqué de este bajo nivel en la perspectiva social e
implicada del ejercicio de la ciudadanía ni las contradicciones que
suscitan estas explosiones repentinas de solidaridad. Cómo es
posible que un comportamiento ciudadano tan escasamente comprometido
con nuestro entorno habitual, en el que la disposición personal es
tan renuente a participar en acciones de solidaridad y de servicio,
de pronto expresa una actitud desbordante de colaboración, ayuda y
reconocimiento. O al contrario, cómo una sociedad que refleja en una
situación de crisis lo mejor de sí misma -como vienen a identificar
los políticos y proyectan los medios de comunicación-, dando
incontables muestras de apoyo y de compromiso social, se encuentre
tan desmovilizada e inerte socialmente en situación normal.
Por
mucho que estemos viviendo una situación completamente anormal,
extraña, excepcional, difícil de imaginar apenas hace unas
semanas, me resultan completamente inaceptables las visiones
apocalípticas que prevén un antes y un después de estos
acontecimientos. Soy también muy escéptico en cuanto a lo que
vengamos a aprender de esta experiencia y del grado de transformación
individual y colectiva que pueda generar. Es más, temo que los
efectos sociales, culturales y relacionales nos conduzcan en una
dirección, si no contraria, sí poco orientada hacia los horizontes
y derroteros que deberíamos tener marcados desde el punto de vista
social, ético y cívico. Resulta difícil creer que los cambios en
los comportamientos, sobre todo los que tienen que ver con valores
positivos o virtudes ciudadanas, puedan venir a golpe de situaciones
de alarma. Por mucho que seamos defensores de la bondad humana, me
temo que cuando nos sacude la preocupación, el miedo y lo imprevisto
se impone la mayor parte de las veces nuestra naturaleza más
adaptativa. La ética o la ciudadanía no pueden ser jamás el
resultado de una acción espontánea e improvisada, efecto de un
momento o de una situación determinados, por muy impactantes que
lleguen a ser, ni deberíamos pretender que lo fuera. Debe ser fruto
del aprendizaje, producto de la educación. Efecto de un proceso
largo y prolongado, consciente y motivado, que se desarrolla a través
de su ejercicio en un tiempo y en un espacio concretos.
Desde
hace años defendemos que el ámbito escolar es el escenario
principal en el que ejercitar precisamente la ética y la ciudadanía,
considerando que constituyen los objetivos principales de nuestra
acción educativa. Hemos pretendido situar a los verbos "ser" y "estar",
que en algunos idiomas se confunden, en el eje central de los
aprendizajes, por encima de otros que han dominado la preocupación y
acción del profesorado, como el "hacer" o el "conocer". Subordinar el
conocimiento, las destrezas y habilidades al aprender a ser y a estar
sigue suponiendo para nuestro colectivo una propuesta temeraria y
completamente irreverente contra los principios academicistas, credo
mayoritario en nuestra profesión. Durante años llevamos
desarrollando una acción que nos gusta denominar de apostolado,
tratando de convertir a nuestros compañeros de oficio,
haciéndoles ver cuáles son los verdaderos fines del
aprendizaje -que por cierto, vienen marcados adecuadamente por la
ley-, centrados en la formación integral del alumnado, mostrándoles cómo puede hacerse y el modo de llevarlo a cabo. Es verdad que
nuestro discurso puede resultar inquietante, perturbador, de hecho es
justo lo que nos proponemos, porque nuestro propósito no consiste solo en transformar
radicalmente la práctica docente, sino en cambiar la forma de entender
nuestra profesión y cuál es el papel que debe desempeñar el profesor con respecto a los
aprendizajes y en relación con el alumnado. Y aunque reflejamos con experiencias,
auténticas evidencias, los logros y resultados de nuestra acción
educativa, son muchas las resistencias y las reticencias. Supone
habitualmente más un acto de fe que una mirada objetiva y crítica,
que es lo que buscamos, al quehacer diario de cada uno de nosotros, en donde resulta difícil
encubrir nuestras miserias y limitaciones. Si no percibimos que el
cambio constituye una verdadera necesidad, una exigencia individual y social al mismo tiempo, que debería venir obligada por nuestro compromiso personal y profesional, una cuestión ética al
fin y al cabo, uno no es capaz de salir de su zona de confort. Nadie se inicia por una senda de transformación de estas características, que va más allá de meros cambios formales, de maquillajes metodológicos de apariencia innovadora, a no ser que sienta realmente esa llamada. Porque supone el
cuestionarse a uno mismo, poner en duda una trayectoria más o menos dilatada en el tiempo, marcada por la continuidad y refrendada por nuestro bagaje laboral. Resulta muy duro desterrar prácticas consolidadas, el cambio de hábitos y de rutinas y entrar en un espacio en el que la incertidumbre y la vulnerabilidad nos abren nuevas dimensiones más allá de los muros de los colegios, de los institutos y de los centros universitarios.
El estado de alarma puede servir de catalizador para afrontar problemas y centros de interés que precisan de respuestas, también de nuevas preguntas, aunque hemos de ser conscientes de que las propuestas y soluciones que vengan a formularse no van a ir todas, a lo mejor ni la mínima parte, en la dirección adecuada. Pero sí va a tener un efecto claramente disruptivo, que va a ayudarnos a debilitar ciertos cimientos solidificados por el tiempo y la inercia. La interrupción de las actividades escolares presenciales está suponiendo un replanteamiento general de nuestra actividad en el aula, justo ahora que no estamos en ella, y de los principios que entre sus paredes ponemos en juego. Y esto no tiene solo que ver con métodos y actividades, va más allá, está poniendo encima de la mesa lo que las últimas leyes educativas pusieron hace ya tiempo sobre el papel y que la sociedad, de una manera más o menos consciente, viene demandando. Tiene que ver con el fin y el valor del aprendizaje, no sólo sobre cómo debe realizarse, sino con qué intención y con qué objetivos. En una coyuntura en la que se está apelando a la responsabilidad social, a la solidaridad, al compromiso, a los valores éticos y al ejercicio de la ciudadanía, hemos de sentirnos interpelados por cuál es y ha sido el papel de los educadores, de las escuelas, de los centros educativos en la formación de nuestros ciudadanos. Porque de una manera u otra debemos responder al cuándo, dónde y con quién se aprenden esos valores, esas conductas que determinan nuestro ser y estar y que definen y dan identidad a una sociedad. Todos confiamos en que esta situación sea eso, excepcional, pero esperemos que esas buenas prácticas y bonitos gestos que se han prodigado estos días dejen de ser una excepción.
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