Lo intergeneracional en cuarentena
La crisis mundial generada por el coronavirus está provocando,
además de los dramáticos efectos en el ámbito sanitario, económico
y social, otros que afectan muy directamente al contexto social de
las personas mayores. Como muchas otras cosas que no se conocen de la
evolución de este virus, tampoco sabemos cómo acabará incidiendo
en las relaciones intergeneracionales, un escenario que está siendo
especialmente atacado por la pandemia. Hemos de reconocer que las
personas de más edad, las que están sufriendo con mayor gravedad la
infección y que están sujetas a mayor índice de mortandad, se han
convertido en el principal foco de protección y prevención. Como
colectivo especialmente vulnerable ante un posible contagio, hemos
adoptado medidas excepcionales con el fin de evitar el que puedan
enfermar, asumiendo colectivamente la responsabilidad de protegerlas,
acatando las tremendas exigencias del estado de alarma que ha
adoptado el gobierno español. El propio presidente, Pedro Sánchez,
aludía en la rueda de prensa en la que anunciaba su declaración a
la solidaridad intergeneracional, principio que guiaba, en gran
medida, la adopción de esta medida extraordinaria.
Desde el primer momento de la crisis del coronavirus, las decisiones
tomadas han tenido como principal objetivo el preservar del contagio
al colectivo de más edad, cerrando los centros de mayores,
restringiendo las visitas a las residencias y limitando sus
movimientos. Acciones todas ellas orientadas a reducir su contacto
con los tramos de menor edad, con los adultos, pero sobre todo con
los jóvenes y los niños, a los que se considera vectores peligrosos
para la difusión del virus, por la levedad o ausencia de síntomas y
la falta de medidas que suelen adoptar en cuestiones de higiene,
hábitos y prevención. Una imagen de inconsciencia e
irresponsabilidad que, desgraciadamente, se levanta con demasiada
facilidad hacia los jóvenes, reforzando los prejuicios y
estereotipos negativos que acostumbramos a asociar con la edad. Y es
que de los “edadismos”, aunque resulten más dolorosos e
hirientes cuando se dirigen hacia las personas mayores, tampoco se
escapan las de menor edad.
Hace ya un par de semanas, cuando empezamos a plantearnos si era
adecuado o no el continuar con nuestras visitas a la residencia de
mayores, antes de su prohibición e incluso de su recomendación,
comencé a sentir cierta preocupación, no tanto por la decisión en
sí, que resultaba clara y conveniente, sino por las consecuencias
que generaba ya en el momento y, sobre todo, por las que podrían
derivarse en el futuro. Nunca había podido imaginar que, ante
cualquier situación de gravedad o de emergencia, fuera cual fuera su
naturaleza, la principal medida que pudiera venir a adoptarse fuera,
precisamente, el evitar los contactos con las personas mayores.
Siendo nuestro principal objetivo el llamar la atención pública en
relación a la segregación que sufre la población de más edad, el
denunciar su aislamiento con respecto a otros tramos de edad, el dar
aviso de la situación de soledad que sufren los mayores y poner en
acción iniciativas que tiendan a evitar esa separación y a generar
escenarios intergeneracionales, la decisión, aunque tenga un
carácter temporal, de limitar, restringir y hasta eliminar el
contacto entre generaciones ha supuesto un duro golpe contra nuestros
fundamentos y principios. En el momento en el que estaba surgiendo
una cierta conciencia social acerca de la realidad que engloba el
llamado “reto demográfico”, en el que estamos siendo sensibles a
las distintas variables que implica el envejecimiento de la población
y avistamos la necesidad de incluir un nuevo paradigma -el
intergeneracional- que permita orientar nuestro modelo de convivencia
a una sociedad más humana a través de espacios inter-etarios, las
medidas extraordinarias adoptadas golpean directamente al centro de
gravedad de nuestro programa.
Llevamos más de dos semanas sin acudir a la residencia ni con los
adolescentes y jóvenes del instituto ni con los niños del centro de
educación infantil y posiblemente pasen otras cuatro o no sé cuánto
tiempo más hasta que podamos restablecer nuestras actividades
conjuntas. Nuestras alumnas mayores del instituto del Aula
Intergeneracional dejaron de venir unos días antes de que se
decretase el cierre del centro escolar y ojalá que su vuelta al
clase pueda llevarse a cabo a un ritmo similar al de sus compañeros
más jóvenes. Tampoco el alumnado voluntario del centro que
participa en “Operación Soledad” (OpS), acudiendo por las tardes
a la residencia, reanudará hasta dentro de unas semanas, no sabemos
cuántas, sus visitas y talleres. Y lo mismo que ocurre en nuestro
entorno conocido está sucediendo en todo el país, en donde los
mayores, por su seguridad, están sufriendo el doble aislamiento al
que les conduce su edad, el grado de dependencia y, sobre todo, el
confinamiento y la segregación que, antes del coronavirus, ya
padecían, pero que la pandemia, sin duda, ha venido a agravar. En
todo este tiempo, que es duro para todos por la restricción de
movimientos y el tener que recluirnos en casa, no hemos de pasar por
alto que el aislamiento y el nivel de soledad resulta aún más
intenso y duro para las personas mayores. Y no pensemos que por el
hecho de que estén ya acostumbradas, de una forma naturalmente
obligada, a vivir con restricciones en su contexto de relaciones,
ellas afrontan mejor esta situación de excepción.
Me pongo a pensar qué estaría pasando si en la realidad de hoy y de
ahora hubiéramos tenido más predicamiento y éxito en nuestras
propuestas y estuviéramos adelantados en lo que constituyen nuestras
metas y proyectos a medio y largo plazo. Qué habría sucedido si en
las residencias de mayores, en vez de estar pobladas exclusivamente
por personas de edad avanzada, los residentes convivieran, puerta con
puerta, con jóvenes estudiantes. Y si estuvieran más extendidos los
programas de convivencia intergeneracional en los hogares, que
promueven la integración de chicas y chicos jóvenes en casas de
personas mayores, ¿qué habría pasado con ellos? Las estructuras de
viviendas que comienzan a diseñarse, integrando a población joven y
mayor en un mismo espacio arquitectónico, promoviendo espacios
comunes de encuentro e interacción, habrían provocado serios
problemas a la hora de gestionar su uso y el contacto entre sus
habitantes. Y si los centros de día y de mayores no estuvieran
concebidos como tales y los espacios e instalaciones estuvieran
integradas en centros escolares con niñas y niños de educación
infantil y primaria. Y qué sería de esos barrios concebidos como
espacios intergeneracionales que lo que pretenden es, precisamente,
el encuentro directo y constante entre personas de edades tan
distantes. Bien es cierto que el confinamiento y el cierre de todo
espacio colectivo hubiera mitigado cualquier riesgo, pero se hubiera
incrementado la sensación de peligro y la necesidad de adoptar
medidas añadidas para reducir el contacto social con los mayores. Y lo que aún me preocupa mucho más, que pensando en prevenir situaciones como estas en el futuro, creamos que lo más conveniente es el separar aún más a los mayores de niños y jóvenes, estimando que es lo mejor para alejarlos del peligro, cuestionando así la conveniencia de promover los contextos intergeneracionales. Estos planteamientos bienintencionados son los que han ido generando, al ritmo de la consolidación de nuestro estado de bienestar, servicios y espacios públicos segregados por el criterio de la edad. Ahora que estamos cuestionando este modelo de atención y convivencia, hemos de evitar que lo intergeneracional se ponga en cuarentena.
Todos confiamos en que este virus, como otros que le han precedido,
dejará de ser un serio problema en el medio plazo. O bien acabará
aislado, derrotado y sin posibilidad de reproducción, o bien
habremos descubierto una vacuna que nos prevenga en su regreso. Pero
este virus ha inoculado, entre su malvado material genético, un
nuevo y desconocido mal en nuestro entorno social y comunitario. La
especial vulnerabilidad de las personas mayores ha generado una
lógica y bienintencionada respuesta colectiva orientada a su
protección, adoptándose medidas tendentes a reducir los espacios de
encuentro y de interacción con los mayores, especialmente los que
tengan que ver con niños, adolescentes y jóvenes. Las medidas de
confinamiento, generalizadas a toda la ciudadanía, están resultando
especialmente severas y lesivas para las personas de más edad. Pero
hemos de precavernos de que esta prevención inter-etaria no se
prolongue más de lo que dure la fase de contagio. No podemos
permitir que el efecto más nocivo de este virus actúe precisamente
sobre las relaciones intergeneracionales y nos lleve a recelar de las
medidas, programas y acciones que pretenden el promover los
escenarios de encuentro, convivencia e interacción entre las
personas de distintas edades, especialmente los que unen a la
infancia y la juventud con las personas mayores. No sabemos si el
coronavirus o cualquier otro agente vírico que pueda presentarse en
el futuro tendrá un comportamiento tan discriminatorio con respecto
a la edad, pero hemos de plantear nuevas acciones de resistencia y
lucha contra la enfermedad que no vuelvan a implicar medidas que
contengan un mayor aislamiento de nuestros mayores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario